CAPÍTULO XIX
VICTOR HUGO
Victor Marie Hugo,
prolífico escritor, dramaturgo, poeta, novelista, académico y político,
considerado el máximo exponente del Romanticismo francés.
Besançon,
26-02-1802; París, 22-05-1885.
Fue el menor de tres hermanos. Su
infancia transcurrió en París, donde fue educado en escuelas privadas y con
maestros particulares, y luego pasó varias temporadas en Italia y España,
debido al trabajo de su padre, el general Joseph Léopold Sigisbert Hugo. Su
madre era la pintora Sophie Françoise Trébuchet.
Tenía apenas 15 años cuando la Academia
Francesa premió uno de sus poemas, pero su ingreso al mundo literario ocurrió
cinco años más tarde con Odes et poésies
diverses, su primera obra poética.
Como dramaturgo
obtuvo su primer gran éxito en 1830 con el estreno en la Comedia Francesa de su celebrada Hernani.
Empezó entonces una época de notable
producción literaria, que resultó en obras memorables especialmente en teatro y
poesía:
Teatro: Cromwell, Marion Delorme, Le Roi s’amuse, Lucrèce Borgia, Marie Tudor,
Ruy Blas, Les Burgraves, Torquemada y Théâtre en liberté.
Novela: Bug-Jargal, Han d’Islande, Le Dernier Jour
d’un condamné, Notre-Dame de Paris, Claude Gueux, Les
Misérables, L’Homme qui rit y Quatrevingt-treize.
Poesía: Odes et Ballades, Les Feuilles d’áutomne, Les Chants du crépuscule, Les
Voixs intérieures, Les Rayons et les Ombres, Les Contemplations, L'Art d'être
grand-père y Les Quatre Vents de l'esprit.
La lista es larga, pero no podemos pasar por
alto que además escribió ensayos, panfletos, cartas, cuadernos de viaje, textos
filosóficos, discursos políticos y todavía le quedó tiempo para el dibujo, la
fotografía y una destacada actividad política.
El 12 de octubre de 1822 contrajo matrimonio
con su amiga de la infancia, la biógrafa Adèle Julie Victoire Marie Foucher.
Tuvieron cinco hijos, Léopold -fallecido poco antes de cumplir tres meses-,
Léopoldine -fallecida trágicamente a los diecinueve años junto a su esposo
Charles Vacquerie, poco más de seis meses después de su matrimonio, tras el
naufragio de su barco en el río Sena-, Charles, François-Victor y Adèle.
Hacia 1831, luego del nacimiento de su
última hija, Adèle Foucher inició una relación con el crítico Charles Augustin
Sainte Beuve, que se prolongó hasta 1837.
En 1833, Victor Hugo conoce a la actriz
de teatro Juliette Drouet (Julienne Josephine Gauvain), interpretando a la
Princesa Negroni en la puesta en escena de Lucrèce Borgia.
Juliette, de origen muy humilde, quedó
huérfana desde muy niña y tuvo que pasar su infancia en un convento. En su
adolescencia se había convertido en la modelo y amante del escultor James (Jean
Jacques) Pradier. Tuvieron una hija, Claire.
Juliette abandonó su carrera actoral para
convertirse en la amante, secretaria, musa y compañera de viajes de Victor
Hugo. Lo salvó de la venganza de Louis Napoleon Bonaparte huyendo con él a
través de Bélgica, para terminar exiliados en las Islas del Canal, primero en
Jersey y después en Guernesey. Se escribieron miles de cartas a lo largo de
cincuenta años, en las cuales ella muestra también un gran talento para la
escritura.
Hacia 1870 Victor Hugo les explicaba a
sus hijos su relación con Juliette, con estas palabras:
Ella me salvó la
vida en diciembre de 1851 y por mi causa sufrió igualmente el exilio. Su alma
jamás abandonó la mía. Que aquellos que me hayan querido, la amen y los que me
hayan amado, la respeten. Es mi vida.
Juliette murió en 1883 y está sepultada
en el cementerio parisino de Saint-Mandé. De acuerdo con su última voluntad
fueron grabadas en su tumba las últimas palabras de la carta que Victor Hugo le
había escrito el 31 de diciembre de 1851:
Cuando yo no sea
más que una ceniza helada,
cuando mis ojos
fatigados se cierren a la luz del día,
di si en tu
corazón se queda mi memoria:
El mundo tiene su
pensamiento,
¡Yo, yo tenía su
Amor!
En 1843 Victor
Hugo conoció a la escritora, novelista, dramaturga y exploradora del Ártico
Léonie Thévenot d'Aunet, casada desde mediados de 1840 con el pintor François
Auguste Biard.
Se hicieron amantes y en julio de 1845,
fueron sorprendidos en un hotel parisino por el marido de Léonie, que denunció
el adulterio, un delito en Francia.
A Hugo lo salvó su inmunidad
parlamentaria, pero ella fue enviada a la prisión de San Lázaro, y luego
trasladada sucesivamente al Convento de las damas de Saint Michel y al Convento
de las Agustinas, donde estuvo encerrada varios meses más.
Aconsejada y ayudada por Adèle, la esposa
de Victor Hugo, Léonie se aventuró por los meandros de la literatura. Se separó
de Biard en 1855 y empezó a publicar en varios medios parisinos y a representar
obras en teatros como La Porte Saint Martin.
Léonie inspiró muchos de los poemas de
Victor Hugo, y de su relación nos queda como testimonio una extensa
correspondencia.
Otro de sus amores
fue la célebre actriz de cine y teatro Sara Bernhardt, a quien conoció a su
regreso del exilio tras la caída de Napoleón III, y eligió para protagonizar el
reestreno de su obra Ruy Blas, que muchos consideran su mejor obra
teatral.
Con 76 años, el novelista comenzó una
aventura con Blanche Lanvin, una joven de 20 años que trabajaba para la familia
Hugo y era hija de unos amigos.
Sus biógrafos concuerdan en que una
apoplejía fue el límite para sus conquistas amorosas.
En 1837 fue nombrado Oficial de la Orden
de la Legión de Honor, en 1841 ingresó a la Academia Francesa, y en 1845 fue
nombrado Par de Francia.
En 1843, decepcionado por el fracaso de Les Burgraves, abandonó el teatro y
empezó a interesarse cada vez más por la política. Fue nombrado par de Francia
y apoyó a Luis Napoleón Bonaparte en las elecciones de 1848, pero sus críticas
a la pobreza y a la ley Falloux, que regulaba la libertad de enseñanza, lo llevaron
a distanciarse del partido conservador.
En julio de 1851, tras denunciar las
intenciones dictatoriales de Luis Napoleón, se exilió, como ya vimos, en
Bélgica. Durante esos ocho años no publicó ninguna obra, pero escribió
numerosos poemas y avanzó en la que luego sería su archifamosa novela Les Misérables.
Fueron casi veinte
años de exilio, de los cuales pasó los últimos catorce en Hauteville-House, su
refugio en Guernesey, colonia británica en el Canal de la Mancha, desde donde
continuó sus denuncias contra las corruptelas del régimen conservador de su
país. Entre tanto, escribió Les
Châtiments, Dieu y
La Légende des siècles, y terminó Les
Misérables.
Murió desencantado de la política, pero
aclamado públicamente durante sus últimos años, con un enorme prestigio moral e
intelectual, y celebrado como uno de los mayores poetas de Francia.
Sus restos reposan
en el Panteón Nacional de París. Sobre su tumba solo se leen su nombre y
fechas.
Sus últimas palabras:
Es el combate del día y de la
noche… Veo luz negra. Adiós Jeanne, adiós.
El 2 de agosto de
1883, Victor Hugo había remitido en un sobre dirigido a Auguste Vacquerie,
entre otras, las instrucciones siguientes, que reflejaban su última voluntad:
“Dono cincuenta mil francos a los pobres.
Deseo ser llevado al cementerio en su coche fúnebre. Rechazo la oración de
todas las iglesias; pido una oración a todas las almas. Creo en Dios.”
En la sede parisina de la
Asamblea Nacional francesa hay un busto de Víctor Hugo con este extracto de su
discurso en el Congreso de la Paz del 21 de agosto de 1849:
Llegará un día en que ustedes
todas, naciones del continente, sin perder sus cualidades distintivas y su
gloriosa individualidad, se fundirán estrechamente en una unidad superior y
constituirán la fraternidad europea.
MAÑANA, AL ALBA - (Demain, dès l'aube).
(El poema, escrito en 1847, anuncia el viaje del poeta al cementerio de
Villequier, en Normandía, para visitar y llevar flores a la tumba de
Leopoldine. Recordemos que allí ocurrió la tragedia que acabó con la vida de su hija y la de su esposo):
Mañana, cuando el alba de blanco vista el campo,
partiré. Mira, niña, yo sé que tú me esperas.
Pasaré por el bosque. Cruzaré la montaña.
No puedo estar tan lejos de ti por tanto tiempo.
Iré, los ojos fijos sobre mis pensamientos,
sin mirar nada afuera, sin oír ningún ruido,
con las manos cruzadas, ignoto, el dorso curvo,
solo y triste, y mi día será como la noche.
No miraré ni el oro de la tarde que cae,
ni las velas lejanas que van hacia Halfleur,
y cuando haya llegado, pondré sobre tu tumba
ramilletes de acebos y de brezos en flor.
A VILLEQUIER. (La mayor parte del poema fue escrita en 1844, primer aniversario de la
muerte de Leopoldine; en 1846 agregó cinco estrofas y el resto se completó en
1847):
Ahora que París,
sus adoquines y sus mármoles,
y su bruma y sus
techos están tan lejos de mis ojos;
ahora que estoy
bajo las ramas de los árboles,
y puedo soñar con
la belleza de los cielos;
ahora que salgo,
pálido y victorioso,
del duelo que ha
ensombrecido mi alma,
y que siento la
paz de una gran naturaleza
que me llega al
corazón;
ahora que puedo,
sentado al borde de las olas,
conmovido por este
soberbio y tranquilo horizonte,
examinar en mí las
verdades profundas
y contemplar las
flores sobre el césped;
ahora, ¡oh Dios
mío!, que tengo esta calma inquietante
para ver con mis
ojos
a partir de hoy, la
piedra a cuya sombra
sé que ella duerme
para siempre;
ahora que me
conmueven estos espectáculos divinos,
llanuras, bosques,
rocas, valles, ríos de plata,
viendo mi pequeñez
y viendo tus milagros,
recobro mi razón
ante la inmensidad;
vengo ante ti, Señor,
Padre en quien hay que creer;
te traigo, lleno
de paz,
los pedazos de
este corazón lleno de tu gloria
que tú has
destrozado;
vengo a ti, Señor,
confesando que eres
bueno, clemente,
indulgente y dulce, oh Dios viviente,
acepto que solo tú
sabes lo que haces,
y que el hombre no
es más que un junco asustado por el viento;
digo que la tumba
que se cierra sobre los muertos
abre el
firmamento;
y que lo que aquí
abajo conocemos como el fin,
es el comienzo;
acepto de rodillas
que tu solo, Padre augusto,
dominas el
infinito, el tiempo, lo absoluto,
y acepto que es
bueno, acepto que es justo
que mi corazón
haya sangrado, porque Dios lo ha querido.
No me opongo a lo
que me suceda
por tu voluntad.
El alma de pena en
pena, el hombre de ribera en ribera,
rumbo a la
eternidad.
No vemos más que
un solo lado de las cosas;
el otro se hunde
en la noche de un espantoso misterio.
El hombre sufre el
yugo sin conocer las causas.
Todo lo que ve es
inmediato, inútil y fugaz.
Siempre haces
regresar la soledad
alrededor de todos
sus pasos.
No has querido que
tenga certidumbres
ni alegrías aquí
abajo.
Cuando tiene un
bien, la suerte se lo quita.
En sus fugaces
días nada le ha sido dado
para que pueda
construir una morada y decir:
Esta es mi casa,
mi campo y mis amores.
Por un tiempo debe
ver todo lo que sus ojos ven;
envejece sin
apoyos.
Si las cosas son
así, es porque deben ser así;
lo acepto, lo
acepto.
El mundo es
sombrío, ¡oh Dios! La inmutable armonía
tiene tanto de
lágrimas como de cantos;
el hombre no es
más que un átomo en esta sombra infinita,
noche donde el
bien crece, donde la maldad cae.
Sé que tienes
mucho más por hacer
que lamentarte por
nosotros,
y que un infante
que ha muerto ante el desespero de su madre,
no es nada para
ti.
Sé que el fruto
cae por el viento que lo sacude,
que el pájaro
pierde su plumaje y la flor su perfume;
que la creación es
una enorme rueda
que no puede
moverse sin aplastar a alguien;
los meses, los
días, las olas de los mares, los ojos que lloran,
pasan bajo el
cielo azul;
es necesario que
la hierba crezca y que los niños mueran,
yo lo sé, ¡oh Dios
mío!
En tus cielos, más
allá de la esfera de las nubes,
al fondo de ese
azul inmóvil y dormido,
tal vez estés
haciendo cosas desconocidas
donde sea el dolor
del hombre un ingrediente.
Tal vez sea útil a
tus designios sin nombre
que los seres
hermosos
se vayan, llevados
por el oscuro torbellino
de los negros
acontecimientos.
Nuestros destinos
tenebrosos se rigen por las leyes sagradas
a las que nada
perturba y nada toca.
No puedes tener
clemencias súbitas
que trastornen el
mundo, oh Dios, tranquilo espíritu.
Te suplico, oh
Dios, que mires a mi alma,
y consideres
que humilde como
un niño y dulce como una mujer,
vengo a adorarte.
Considera también
cómo, desde la aurora,
trabajé, combatí,
pensé, luché,
explicando la
naturaleza al hombre que la ignora,
aclarando las cosas con tu claridad,
que he enfrentado
el odio y la cólera,
que he hecho mi
labor aquí abajo,
que no puedo
esperar este salario,
que no puedo
prever que tú también,
sobre mi cabeza que se inclina,
haces más pesado
tu brazo triunfante,
y que tú, que ves
cómo tengo un poco de alegría,
te hayas vuelto a
llevar tan rápido a mi niña;
que un alma herida
así está sujeta a lamentarse,
que he podido
blasfemar,
y lanzarte mis
gritos como un niño que lanza
una piedra en el
mar.
Considera que se
duda, oh Dios, cuando se sufre,
que el ojo que
llora mucho termina por cegarse,
que quien sumerge
su duelo en lo más negro del abismo,
si no te ve más,
no te puede contemplar,
y que no es
posible que el hombre, cuando se hunde
entre las
aflicciones,
tenga presente en
su espíritu, la discreta serenidad
de las
constelaciones.
Hoy, yo que fui
débil como una madre,
me inclino a tus
pies delante de tus cielos abiertos.
En mi dolor amargo
me siento iluminado
por una mejor
visión del universo.
Señor, reconozco
que el hombre es un demente
si se atreve a
murmurar;
no vuelvo a
juzgar, no vuelvo a maldecir,
¡pero déjame
llorar!
¡Ay! Deja que las
lágrimas caigan de mis ojos,
puesto que has
hecho a los hombres para eso.
Déjame inclinar
sobre esta piedra fría
y decirle a mi
hija: ¿Sientes que estoy aquí?
Déjame hablarle,
inclinado sobre sus cenizas,
al atardecer,
cuando todo es silencio,
como si, en su
noche, volviendo a abrir sus ojos celestiales,
este ángel me
escuchase.
¡Ay! Contemplando
el pasado con mirada de envidia,
sin que nadie aquí
abajo me pueda consolar,
miro siempre ese
momento de mi vida
en que la veo
abrir sus alas y volar.
Yo miraré ese
instante hasta que muera,
el instante, ¡no
hacen falta las lágrimas!
donde grité: La
criatura que tuve hace un momento--
¿Entonces, qué? -
¡Ya no la tengo más!
No te irrites como
yo de este modo,
¡oh, Dios mío!
Esta herida ha sangrado mucho tiempo.
La angustia de mi
alma es siempre la más fuerte,
y mi corazón es
sumiso, pero no resignado.
¡No te irrites!
Las frentes que el dolor reclama,
mortales motivos
de lágrimas,
nos hacen difícil
separar nuestra alma
de estos grandes
dolores.
Ves que nos son
indispensables nuestros niños,
Señor, cuando
hemos visto en su vida, un mañana
en medio de
estrecheces, de penas, de miserias,
y de la sombra que
sobre nosotros traza nuestro destino.
La aparición de un
infante, cabeza querida y sagrada,
pequeño ser
alegre,
es tan hermosa,
que uno cree ver que se abre a su paso
una puerta en los
cielos.
Cuando se ha
visto, por diez y seis años,
crecer la gracia
amable y la dulce razón de ese otro yo,
cuando se ha
reconocido que ese niño que se ama
ilumina nuestra
alma y nuestra casa,
que es aquí abajo
la única alegría perdurable
entre todas las
que hemos soñado,
¡piensa que es
algo muy triste
contemplar que se
va!
LA TUMBA Y LA ROSA
(Las voces interiores).
(Le tombe
dit à la rose. Les voix intérieures).
La tumba dijo a la rosa:
-- Te riega el alba con llanto,
¿qué lo haces, flor de amores?
La rosa dijo a la tumba:
-- ¿Qué haces tú con lo que cae
a tu abismo
siempre abierto?
Dice la rosa:
-- Gris tumba,
de esas lágrimas yo hago
de ámbar y miel un perfume.
Dice la tumba: -- Flor mustia,
por un alma que aquí traigo
un ángel al cielo sube.
CANTOS DEL CREPÚSCULO. (Les chants du crépuscule)
XXXIII
DANS L’ÉGLISE DE ***
VI
¡Oh señora!
¿por qué te sigue este dolor?
¿por qué
llorar de nuevo,
mujer
encantadora, sombría cual la noche,
dulce como la
aurora?
¿Qué importa que la
vida, desigual aquí abajo
para hombres y
mujeres,
se escape y esté a
punto de romperse a tus pies?
¿No te queda tu alma?
Tu alma que muy
pronto puede huir a otra parte
hacia regiones puras,
te llevará muy lejos
de toda nuestra angustia,
¡lejos de nuestras
quejas!
Aprende de ese pájaro
que se posa un instante
sobre frágiles ramas,
y siente que se
doblan, y sin embargo canta,
¡sabiendo que tiene
alas!
CITAS:
- La pena de muerte es el signo especial y eterno de la barbarie.
- Quiero ser
Chateaubriand o nada. (En su diario, a los catorce años).