CAPÍTULO LXIX - THEODORE O'HARA

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 CAPÍTULO LXIX

THEODORE  O´HARA

 

Theodore O’Hara, poeta, periodista, abogado, oficial de la Armada y coronel confederado de la guerra civil estadounidense.

Danville (¿Frankfort?), Kentucky, 11-02-1820; Guerryton, Alabama, 05-06-1867.

Era hijo de Kane O’Hara, un exiliado político irlandés que había sido invitado a Danville para hacerse cargo de una Academia, y de Mary Hardy O’Hara.

Asistió inicialmente al Centre College y luego continuó su educación en St. Joseph Academy en Bardstown, Kentucky, donde luego fue también profesor de griego.

Alcanzó la fama cuando las cenizas de algunos ciudadanos de Kentucky que habían sido asesinados en la Batalla de Buena Vista de la guerra de México, fueron trasladadas al cementerio de Frankfort y O’Hara leyó su poema The Bivouac of the Dead, que el historiador Thomas Clark llamó “una valiosa contribución a la literatura estadounidense”.

En 1849, O'Hara reclutó tropas para la anexión de Cuba. El 18 de mayo de 1850, condujo varios ataques sin éxito contra una guarnición española en Cárdenas, Cuba. Allí fue gravemente herido en una pierna, y él y los otros atacantes estadounidenses escaparon a Key West.

Después de sus aventuras militares cubanas, O'Hara se convirtió en periodista, trabajó en el periódico Krankfort Yeoman y participó en la fundación del Louisville Times.

En 1853 dejó el Louisville Times para unirse a la expedición filibustera a Cuba del general John Quitman.

Durante la Guerra Civil, O’Hara se unió al ejército de la Confederación.

Tras comandar brevemente un Fuerte en la Florida, reclutó soldados y se unió a las tropas del general Albert Sidney Jonhston, cuya muerte presenció en la Batalla de Shiloh, Tennessee, en 1862.

Posteriormente se unió al equipo del general John Breckinridge y, en la Batalla de Stones River dirigió y colaboró en la ubicación de la artillería y los regimientos de infantería.

Después de la Guerra Civil, O’Hara se convirtió en editor de periódicos en Alabama.

El poeta Theodore O’Hara nunca se casó.

En sus últimos años regresó a Columbus, Georgia, para trabajar en negocios de algodón, pero perdió todos sus haberes en un incendio. Decidió mudarse a una plantación cerca de Guerrytown, Alabama, donde murió de fiebre.

En el funeral, su amigo y colega, el sargento Henry T. Stanton, leyó The Bivouac of the Dead y agregó: “Con esta canción, O'Hara se convirtió a la vez en el constructor de su propio monumento y en el autor de su propio epitafio”.

Sus restos reposan en el Cementerio de Frankfort en Kentucky.

En el mausoleo se lee este fragmento de su poema The Bivouac of the Dead:


El triste y quedo redoble del tambor, anuncia

la última retreta del soldado;

en el desfile de la Vida no encontrará más

que unos pocos valientes ya vencidos.

En el campamento eterno de la Fama

se extienden sus carpas silenciosas,

y la Gloria cuida, con solemne ronda,

el vivac de la muerte.

¡Descansad, santos muertos embalsamados!

amados como la sangre derramada;

no pisará ninguna huella impía

el césped de esta tumba;

jamás olvidaremos esta historia,

mientras la Fama guarde sus registros

o el Honor señale el sagrado lugar

donde el Valor duerme con orgullo.



EL VIVAC DE LA MUERTE - (Bivouac of the dead)


El triste y quedo redoble del tambor, anuncia

la última retreta del soldado;

en el desfile de la Vida no encontrará más

que unos pocos valientes ya vencidos.

En el campamento eterno de la Fama

se extienden sus carpas silenciosas,

y la Gloria cuida, con solemne ronda,

el vivac de la muerte.


No crece ahora sobre el viento

ningún rumor del avance enemigo;

no hay malos presagios en las casas

de los seres amados que quedaron;

ninguna visión de la próxima lucha

inquieta el sueño del guerrero;

al amanecer no habrá sonido de trompetas

ni se oirá el grito del pífano llamando a las armas. 


El óxido ha enrojecido sus flamantes espadas;

sus erguidas cabezas se han inclinado;

su altiva bandera, arrastrada en el polvo,

es ahora su sudario marcial.

Copiosas lágrimas fúnebres han lavado

las manchas rojas de todas las frentes;

y las caras del orgullo, heridas por la guerra,

están ahora libres de angustia.


La algarabía de la tropa, la espada deslumbrante,

el toque emocionante del clarín,

la carga, el pavoroso cañoneo,

el estruendo y los gritos, han pasado;

no habrá parte salvaje de guerra, ni repique de gloria,

se estremecerán con furiosa alegría

esos pechos que nunca más han de sentir

el arrebato de la lucha.


Igual que el huracán feroz del norte

que barre la gran meseta,

animados por el triunfo cercano,

derrotaron al enemigo acorralado.

Quien oyó el estruendo del combate

divisando el campo de batalla

sabía bien que el santo y seña de aquel día

era “Victoria o muerte”.


Por mucho tiempo rugió la guerra incierta

sobre esa llanura devastada,

nunca una lucha más fiera libró

la sangre vengadora de España;

pero, aunque sopló el vendaval de la batalla,

también soplaron los vientos de la gloria;

muy cerca, nuestro viejo y valiente cacique sabía

que sus fuerzas podrían soportar tales embates.


En ese momento su comando

necesitó la tumba de un mártir

la flor de su amada tierra

para salvar la bandera de la patria.

En los ríos de sangre de sus padres

nacieron sus primeros laureles,

y era de esperar que también los hijos

ofrendaran sus vidas por la gloria.


Para todos ha soplado un aliento del norte

sobre la planicie de Angostura,

y por mucho tiempo el cielo piadoso ha llorado

sobre su asesino sepultado.

Solitarios, el graznido del cuervo o el vuelo del águila,

o el descanso pensativo del pastor,

despiertan cada una de las tristes colinas

que se estremecen sobre esa refriega pavorosa.


Hijos de la oscura y ensangrentada tierra,

no debéis dormir allí

donde resuenan sobre el viento sordo

lenguas y pasos extranjeros.

El heroico y orgulloso suelo de la patria

será la mejor tumba

y reclama el botín de guerra más valioso:

las cenizas de su coraje.


Aquí reposan, cerca de la tumba de sus padres,

lejos del campo de la gloria,

sostenidos por el pecho de una madre espartana,

para muchos un escudo sangriento;

aquí, el amanecer de su cielo nativo

los cubre con su sonrisa triste,

y los ojos y los corazones de su gente cuidan

el sepulcro de los héroes.


¡Descansad, santos muertos embalsamados!

amados como la sangre derramada;

no pisará ninguna huella impía

el césped de esta tumba;

jamás olvidaremos esta historia,

mientras la Fama guarde sus registros

o el Honor señale el sagrado lugar

donde el Valor duerme con orgullo.


Cuando este tiempo triste haya pasado,

ese mármol sin voz de poeta

contará en una canción inmortal,

la historia que vivió;

ni naufragios, ni cambios, ni ruinas de invierno,

ni el destino despiadado del tiempo

opacarán un solo rayo de la luz gloriosa

que ilumina tu tumba inmortal.