CAPÍTULO LII - TED HUGHES

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 CAPÍTULO LII

TED HUGHES

 

Edward James Hughes, poeta británico, también traductor y escritor de libros infantiles. The Times lo ubicó en el cuarto lugar de su lista “Los cincuenta mejores escritores ingleses desde 1945”.

Mytholmroyd, West Yorks, 17-08-1930; Londres, 28-10-1998.

Era el menor de los tres hijos de William Henry Hughes, carpintero y futbolista profesional, y Edith Farrar, proveniente de una familia fuertemente influenciada por el resurgimiento metodista. 

En 1938 la familia se mudó a North Yorks y desde 1943 a 1949 Ted asistió a la Melborough Grammar School, donde publicó sus primeros poemas en el diario escolar Don & Dearn.

A partir de 1951 asistió al Pembroke College de Cambridge, donde se graduó en Antropología Social.

A comienzos de 1956 conoció a la brillante poetisa estadounidense Sylvia Plath, entonces estudiante con beca Fulbright del Newnham College de la Universidad de Cambridge. Se casaron a mediados de junio y en su luna de miel pasaron por París y Madrid, antes de llegar finalmente a Benidorm, donde se instalaron hasta finales de septiembre, dedicados a escribir y a ser felices.

Por un lado, poeta laureado y aclamado, dueño de una personalidad arrolladora, y por otro, señalado como un tirano doméstico y un seductor lascivo cuyas infidelidades llevaron a Sylvia a tomar la trágica decisión de quitarse la vida abriendo la llave de gas de su cocina. Había dejado listo el desayuno para Frieda y Nicholas, los dos pequeños hijos de la pareja. Era el 11 de febrero de 1963.

 La también poetisa Assia Esther Wevill (Guttman), una hermosa trigueña casada en terceras nupcias desde 1960 con el poeta y traductor estadounidense-canadiense nacido en Japón, David Wevill, era la mujer por la cual Ted abandonó a Sylvia. Assia había nacido en Berlín en 1927, pertenecía a una acomodada familia judía proveniente de Ucrania y se había licenciado en Literatura por la Universidad de Vancouver

Era una mujer de espíritu libre, exótica, cosmopolita, políglota, culta y elegante que había tenido un destacado éxito en el mundo de la publicidad. 

Tuvieron una hija, Alexandra Tatiana Elise, apodada Shura, a quien Ted nunca reconoció. Esto, y la cotidiana amargura de Assia porque nunca se sintió realmente incluida en la vida de Ted, fueron socavando la relación. Por si fuera poco, el poeta la obligaba a seguir un manual de tiranía doméstica con exigencias increíblemente despóticas.

Leamos unos párrafos de la biografía de Assia Wevill, escrita por la pareja de escritores y periodistas israelíes Yehuda Koren y Eilat Negev (Assia Wevill. Yehuda Koren y Eilat Negev. Circe, Barcelona. 2014):

Del diario de Assia:

"La amante débil, siempre en las ardientes sombras de sus misteriosos siete años".

"Sylvia está creciendo en Ted, enorme y espléndidamente. Yo me encojo día a día, mordisqueada por ambos. Me comen".

"…con la enorme diferencia de que ella tenía un millón de veces más talento, mil veces más voluntad y cien veces más avidez y pasión que yo. No debería haber abierto nunca la caja de Pandora, y ahora que lo he hecho me veo obligada a llevar su saco de viuda de amor sin ninguna de sus compensaciones. ¿Qué me reprochará él dentro de cinco años? ¿Qué clase de mujer soy?".

"Llevamos cinco días viviendo en paz, el periodo más largo desde que murió Sylvia". (Junio de 1963).

"T. es una larga noche de pesadillas".

 

Y continúa la biografía:

"Por sorprendente que parezca, aquellos días Ted comenzaba una nueva relación con Brenda Hedden, la asistente social de la familia. Los biógrafos de Wevill recogen su testimonio: «Nos mantenía a una confortable distancia: Assia, en Londres, Carol Orchard (que sería su segunda esposa) en North Tawton, y yo en Welcome… Ted quería difundir el poder femenino, me decía que después de Sylvia, no quería depender de una sola mujer; creía que lo debilitaba y sofocaba. Nos tenía por orden de precedencia: Éramos las gallinas en el corral compitiendo por los favores del gallo. Assia era la gallina jefa, yo la número dos y luego estaba Carol, y tal vez otras»”.   

Entre estas últimas figuraba la poetisa británica Susan Alliston, en cuya compañía Ted pasaba el fin de semana en que murió Sylvia.

El 23 de marzo de 1969, después de una agria discusión telefónica con Ted, Assia le dijo: “No me vuelvas a llamar”, y colgó.

Consumida por la desilusión y la desesperación, tomó a la pequeña Shura, que acababa de cumplir cuatro años, cerró la puerta y la ventana de la cocina, abrió la llave del gas y se tendieron en el suelo. 

Previamente había escrito una carta para Ted, que nunca se encontró, y otra para su padre, su “amado Vatinka:

Mi queridísimo Vatinka, mi amigo, mi compañero en el exilio y la catástrofe, créeme que lo que he hecho era necesario: no habrías querido otros treinta años de infierno para mí, ¿verdad?

La vida era muy emocionante al principio, pero esta muerte en vida era un precio demasiado alto para pagar por ella.

Gracias por tu amabilidad a lo largo de toda mi vida. Te he querido mucho, queridísimo padre, y no quiero que llores por mí. Créeme, he hecho lo que debía.

Por favor, no llores por mí, querido Vatinka, vivir era infinitamente peor, infinitamente. He vivido una vida plena y bastante larga. Es necesario saber cuándo no hay más vida que vivir.

Quizá haya otro mundo, si lo hay nos encontraremos en él. Mutti, tú y yo. Fuisteis unos padres excelentes y los dos hicisteis todo lo que pudisteis por mí. Por favor, no creas que estoy loca o que he hecho esto en un momento de locura. Es una simple cuestión de contabilidad. Y no puedo dejar atrás a la pequeña Shura. Es demasiado mayor para que la adopten.

Adiós, Lonya. Padre. Mi pasado protector. Te echo mucho de menos. Adiós, queridísimo.

 En su testamento que finalmente no firmó y en el que Ted no estaba incluido, Assia Wevill dejó su epitafio

 Aquí yace una amante de la sinrazón y una exiliada.

 En agosto de 1970, siete años y medio después de la muerte de Sylvia, y cinco meses después de la muerte de Assia, Ted contrajo matrimonio con la enfermera Carol Orchard, mientras seguía  sentimentalmente unido a Brendan Hedden y Susan Alliston.

Por esos días, un indeciso Hughes escribía: «¿Qué cama, qué novia, qué pecho dará confort?»

 Ted Hughes está considerado, junto a Philip Arthur Larkin y Thom Gunn, como uno de los mejores poetas de su generación. Su poesía describe con admirable capacidad la crueldad, la belleza, la gracia y los instintos de los animales, y la vida del campo. 

Entre sus numerosas obras podemos destacar:  The Hawk in the Rain (1957), Lupercal (1960), Crow: From the Life and the Songs of the Crow (1970), Spring, Summer, Autumn, Winter (1974), Season Songs (1976), Moortown (1979) y River(1983). 

En 1981, Ted editó cuidadosamente y publicó Collected Poems of Sylvia Plath, que significó para ella un póstumo Premio Pulitzer.

Es autor, también, de poemas y cuentos para niños, generalmente sobre animales y personajes míticos y de obras de teatro para radio y televisión. 

En 1977 fue condecorado con la Orden del Imperio Británico, y en 1984 recibió el título de Poeta Laureado del Reino Unido, para suceder a Sir John Betjeman.

También recibió el premio de poesía Ciudad de Florencia.

 En 1998, poco antes de su muerte, Ted publicó Birthday Letters, evocación de su vida junto a Sylvia Plath, una de las relaciones literarias más trágicas del siglo XX. La crítica define estos 88 poemas como la obra maestra de Hughes, y de alguna manera lo reivindica frente a los señalamientos de haber provocado la muerte de Sylvia.

 Solitario y decidido a preservar su privacidad, mantuvo en silencio su lucha contra un cáncer de colon que finalmente lo venció a sus 68 años en la intimidad de su hogar. No permitió que nadie, fuera de su familia y unos pocos amigos, supieran de su enfermedad.

 Sus cenizas reposan en la Iglesia de San Pedro, en North Tawton, Devon, Inglaterra.

En la Abadía de Westminster hay un cenotafio en su honor, con versos tomados de su poema Esa mañana (That morning):

 Pues bien, hemos llegado al final de la jornada.

Nos quedaremos aquí, criaturas de luz,

viviendo en el río de luz, entre criaturas de luz.

 

 LA ÚLTIMA CARTA - (Last Letter)

(Este poema indaga sobre los tres días previos al suicidio de Sylvia. Hallado por el investigador Melvyn Bragg en la Biblioteca Británica que conserva los archivos de Hughes, fue escrito en 1963 y publicado por primera vez en la revista New Statesman en 2010, 12 años después de la muerte del poeta, que lo mantuvo oculto por más de 30 años):

 

¿Qué ocurrió esa noche? Tu última noche.

Todo fue expuesto dos,

tres veces. Final de la tarde, viernes,

última vez que te vería viva.

Quemando en el cenicero tu última carta para mí,

con aquella extraña sonrisa. ¿Había yo estropeado tus planes?

¿Me había sorprendido antes de lo que calculaste?

¿Me había apresurado a regresar a ti?

Una hora después - ya te habías ido

donde no pudiera encontrarte.

Me habría alejado de tu cerrada puerta roja

que nadie podía abrir,

sosteniendo aún tu carta,

un rayo que no podía tocar tierra por sí mismo.

Habría sido para mí

un tratamiento de choque,

repetido una y otra vez, todo el fin de semana,

tan a menudo como la leyera, o pensara en ella.

Eso habría ordenado mis pensamientos, y mi vida.

El tratamiento que planeabas que necesitaba hace tiempo.

No puedo imaginar

cómo habría podido soportar ese fin de semana.

No puedo imaginarlo. ¿Lo tenías todo planeado?

 

Tu nota me llegó muy pronto – ese mismo día,

viernes por la tarde, posteada en la mañana.

Expedida por los demonios que siempre prevalecen.

Uno más de los lances de la mala suerte

urdidos contra ti por el servicio postal,

añadido a tu carga. Me moví muy rápido,

entre la nieve azul, Febrero, crepúsculo en Londres.

Lloré aliviado cuando abriste la puerta.

Un montón de acertijos por resolver. Lágrimas precoces

que no pude interpretar, que no acertaron a transmitir

su verdadera importancia. Pero lo que dijiste

sobre el humo y las cenizas de esa carta

cuidadosamente destruida, muy calmadamente,

me permitió dejarte, y alejarme

para borrar las cenizas de tu plan, del cenicero

en el que te apoyaste para que yo leyera

el número de teléfono del Doctor.

 

                                                     Mi fuga

se había convertido en un rehén,

desvelado, sin esperanzas, con todos sus sueños fallidos,

esperando solamente ser recapturado, 

esperando solamente caer fuera de ese vacío.

Dos días sin hacer nada. Dos días gratis.

Dos días sin calendario, pero robados

a un mundo inexistente.

Más allá de lo cotidiano, de los sentimientos, del nombre.

 

Mi amor a la vida lo rescató. Mi adormecido amor a la vida

con sus dos agujas locas,

bordando su rosa, perforando y anudando

en el tapete, su tatuaje sangriento

en algún lugar dentro de mí,

bordando ese pantano de blasones,

dos agujas locas, tejiendo sus puntadas,

eligiendo entre mis nervios

sus colores, rehaciéndome

bajo mi propia piel, rehaciéndose una a otra

con sus auto-caricaturas,

con su obsesionado entrar y salir. Dos mujeres

cada una con su aguja.

 

                                    Esa noche

mi rubia Susan. Me moví

con la circunspección

de una llama en una mecha. Toda mi furia

era un esfuerzo abandonado por explotar

el viejo globo donde las sombras se doblaban

sobre el rastro que delataba mis cenizas. Corrí

acá y allá, mirando hacia atrás, una película al revés.

¿Hacia dónde? Fuimos a Rugby Street

donde tu y yo comenzamos.

¿Por qué fuimos allí? Entre tantos lugares

¿por qué fuimos allí? La perversidad

en la maestría de nuestro destino

ajustó sus refinamientos para ti, para mí

y para Susan. Un solitario

interpretando al Minotauro de ese laberinto

que también incluía a Helena, en la planta baja.

Te habías fijado en ella – una chica para un cuento.

Nunca la conociste. Pocos la conocieron,

excepto por las orejas y la máscara hambrienta

de su perro Alsaciano. Ni siquiera la habías visto.

 

Solo retrocedías

cuando su demente animal chocaba contra su puerta

mientras atravesábamos el vestíbulo

y la oíamos asfixiarse en un infinito odio alemán.

 

Ese domingo en la noche dejó su puerta abierta

unas pocas pulgadas.

Susan saludó los ojos negros, el triste

sobrepeso, la cara amorosa que se asomó

tras la pequeña cadena. Se cerró la puerta,

la oímos consolar a su carcelero,

dentro de su celda, su guarida, donde, días después,

lo ahogaría en gas, y se ahogaría ella misma.

 

Susan y yo pasamos esa noche

en nuestra cama de bodas. Yo no la había visto 

desde que dormimos allí el día de nuestra boda.

No quise llevarla a mi propia cama.

Se me ocurrió que durante el fin de semana

pudieras aparecer en una visita sorpresa.

¿Apareciste para tocar en mi ventana oscura?

Por eso me quedé con Susan, ocultándome de ti,

en nuestro lecho nupcial, el mismo

del que tres años después se la llevarían a morir,

en ese mismo hospital donde, en doce horas,

habría de encontrarte muerta.

 

                                            El lunes en la mañana

la llevé al trabajo, en la Ciudad,

luego estacioné mi camioneta al Norte de Euston Road

y regresé al lugar donde mi teléfono esperaba.

 

Lo que pasó esa noche, en tus horas,

es tan desconocido como si nunca hubiera sucedido.

La acumulación de toda tu vida,

como un esfuerzo inconsciente, como un nacimiento

que atraviesa la membrana cada lento segundo

hasta el siguiente, sucedió

solo como si no pudiera suceder,

como si no estuviera sucediendo. Cuántas veces

sonó el teléfono en mi habitación vacía,

y tú oyendo timbrar el tuyo –

y a ambos lados la memoria marchita

de un teléfono timbrando, en un cerebro

que ya estaba muerto. Cuento

las veces que fuiste hasta la cabina telefónica

en el extremo de la calle Saint George.

 

Siempre que miro estás ahí, justo a la entrada

de Fitzroy Road, cruzando

entre los sucios montículos de azúcar.

Entre tu largo abrigo negro,

con tu coleta enrollada sobre la espalda,

caminas sin mover nada, sin despertar a nadie,

y nadie más está caminando

caminando por las escaleras de Primrose Hill

hacia la cabina telefónica que nunca alcanzas.

Antes de medianoche. Después de medianoche. Otra vez.

Otra vez. Otra vez. Y, cerca del alba, otra vez.

 

¿En qué posición de las manecillas de mi reloj

hiciste tu último intento,

ya lejos de mi capacidad de escucharlo, y agitaste la almohada

de esa cama vacía? ¿Una última vez

un ligero toque a mis libros, y a mis papeles?

 

Cuando llegué mi teléfono estaba apagado.

La almohada inocente. Mi habitación dormida,

henchida con la nevada luz de la mañana.

Encendí mi fuego. Saqué mis papeles.

Había empezado a escribir cuando el teléfono

timbró, con una alarma bulliciosa, 

recordándolo todo. Lo tomé en mi mano.

 

Entonces una voz como un arma escogida

o como una inyección calculada,

fríamente dejó oír sus cuatro palabras

en lo profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”.

 

EMILY BRÖNTE

 El viento de Crow Hill era su amado;

su feroz marea alta en su oído, era su secreto.

Pero su beso fue fatal.

 A través de su oscuro Paraíso

corría el arroyo que ella tanto amaba

y que mordió su seno.

El rey húmedo y peludo de aquel reino

la siguió y saltó el muro

y yació sobre su cama enferma de amor.

El ave se posó sobre su vientre,

bajo su corazón creció la piedra.

Su muerte es un llanto de niño sobre el páramo.

 

 EXAMEN EN LA PUERTA DEL ÚTERO

(Examination at the Womb-Door)

¿De quién son esos piecesitos escuálidos?     De la Muerte.

¿De quién es este rostro áspero y tostado?     De la Muerte.

¿De quién estos pulmones que aún funcionan?    De la Muerte.

¿De quién esta capa de eficientes músculos?     De la Muerte.

¿De quién estas indescriptibles entrañas?     De la Muerte.

¿De quién estas neuronas cuestionables?    De la Muerte.

¿Toda esta sangre sucia?     De la Muerte.

¿Estos ojos de mínima eficiencia?     De la Muerte.

¿Esta lengüita perversa?     De la Muerte.

¿Este desvelo ocasional?     De la Muerte.

 

¿Recibido, robado o esperando juicio?

Esperando.

 

¿De quién es toda esta tierra pétrea y lluviosa?     De la Muerte.

¿De quién es todo el espacio?     De la Muerte.

 

¿Quién es más fuerte que la esperanza?     La Muerte.

¿Quién es más fuerte que la voluntad?     La Muerte.

¿Más fuerte que el amor?     La Muerte.

¿Más fuerte que la Vida?     La Muerte.

Pero, ¿quién es más fuerte que la Muerte?

Yo, evidentemente.

 Pasa, Cuervo.

  

FRASES:

  Ahora veo que cuando nos conocimos, mi escritura, como la de ella (Sylvia), dejó su antiguo camino y empezó a dar vueltas y a buscar. Para mí, por supuesto, no solo era ella misma, era Estados Unidos y la literatura estadounidense en persona.

 

·      - Por muy arraigadamente nacional que sea, la poesía es cada vez menos prisionera de su propio idioma.

 

·       - Ahora damos más importancia a las palabras de los poetas de un país que a las de sus políticos, aunque sabemos que estas últimas pueden interferir más drásticamente en nuestras vidas.