CAPÍTULO XXXIII
FRANCESCO
PETRARCA
Francesco
Petrarca, poeta, filósofo, filólogo, escritor y humanista italiano.
Arezzo, 20-07-1304; Arquà, 18/19-07-1374.
Su padre, acérrimo gibelino, pertenecía
al mismo grupo político de Dante Alighieri. Desterrados y perseguidos, llegaron
a Aviñón, donde residían los papas. Tuvieron que vivir en Montpelier y Bolonia,
entre otras ciudades, donde el poeta estudió Leyes, aunque nunca se graduó.
En 1321 murió su padre y el poeta se
dedicó enteramente a las letras y a la poesía y regresó a vivir en Aviñón.
El 6 de abril de 1327, viernes santo,
-Petrarca lo deja bien claro en su autobiografía y en el Canzoniere- vio por primera vez a Laura en la iglesia de Santa
Clara de Aviñón. El enamoramiento fue instantáneo y le duraría toda la vida.
Tal vez debido a que se cree que era una mujer casada, el poeta nunca reveló su
identidad.
Petrarca tuvo dos hijos, Giovanni en 1337
y Francesca en 1343, pero se desconoce si en una o dos relaciones. El poeta nunca
los menciona en sus obras. Giovanni murió joven y Francesca le dio varios
nietos.
Además de Italia y Francia, viajó por
Alemania, Países Bajos, España e Inglaterra. Conoció a Bocaccio y ambos se
pusieron al frente de un movimiento para redescubrir y divulgar la cultura de
la antigüedad clásica.
Fue protegido del cardenal Giovanni
Colonna, de los Visconti y de los Carrara.
Logró tanta fama como poeta latino que
fue coronado como Poeta Laureado por el Senado de Roma en 1341. Sin embargo,
fueron sus poemas en italiano –considerada lengua vulgar en ese momento- los
que le dieron la inmortalidad. La colección de poemas se llamó originalmente Rime in vita e morte di Madonna Laura, pero
el poeta nunca dejó de perfeccionarlos y de ocuparse por lograr una obra
conjunta, de manera que la fue ampliando a lo largo de su vida y es la que se
conoce como Canzoniere. La perfección
de su técnica contribuyó de manera definitiva a dar valor a la lengua italiana
como lengua poética.
El Canzoniere
incluye más de trescientos sonetos, amén de canciones, baladas, sextinas y
madrigales, donde Petrarca revela la historia de su pasión por Laura y las angustias
espirituales y emocionales por las que atravesó, incluso después de la muerte
de su amada, cuando la recuerda transformada en un ángel que intercede por él.
La maestría de sus sonetos y el brillante
manejo del endecasílabo, deslumbraron a los poetas de los dos siglos siguientes
e influyeron notablemente en el Siglo de Oro español.
Después de vivir tantos años en las
cortes de los príncipes italianos, decidió pasar en el retiro sus últimos años,
y en 1362 donó su biblioteca a la ciudad de Venecia. En agradecimiento, la
república le cedió un palacio para que se hospedara.
Petrarca murió de un síncope cardíaco la
víspera de su septuagésimo cumpleaños. Lo encontraron reclinado sobre un
manuscrito de Virgilio y se dice que en ese momento trabajaba en su última
obra.
Sus restos, después de varios traslados y
profanaciones, reposan en un mausoleo en la plaza principal de Arquà.
En 2003, científicos de la Universidad de
Padua examinaron los restos del poeta, entre otras cosas para tratar de
reconstruir su rostro. Muestras del cráneo enviadas a la Universidad de Tucson
permitieron determinar mediante el carbono 14, que era de una mujer que murió
en el siglo XIII. Los demás huesos pertenecen efectivamente al poeta. Su cráneo
y brazo derecho siguen desaparecidos.
En el Mausoleo de Arquà, leemos:
Esta fría losa cubre
los huesos de Francisco Petrarca.
Recibe, Virgen Madre,
su alma; Virgen bondadosa, ten piedad:
Fatigado de la
tierra, descanse en los confines del cielo.
Sobre uno de los cuatro pilares que
soportan el sarcófago, se lee en latín este dístico atribuido al mismo
Petrarca, aunque con evidentes reminiscencias de la epigrafía griega:
He hallado el
descanso: Adiós, esperanza y fortuna;
nada a mí con
vosotras, burlad ahora a otros.
Uno de sus
biógrafos le atribuye estas últimas palabras:
Adiós amigos, adiós
epístolas.
SONETO LXI
Bendecidos el día, el mes y el año,
y la estación, el tiempo y hora y sitio,
y el país y el lugar donde unos ojos
de belleza sin par me encadenaron;
y bendecido el dulce afán primero
que con Amor debiera estar fundido,
y el arco y la saeta que apuntaron,
y las heridas que en mi pecho abrieron.
Bendecidas las notas de mi canto
llamando por su nombre a mi Señora,
y los llantos, suspiros y deseos;
y bendecidas todas las palabras
que la ensalzan, también mi pensamiento,
que comparto con ella solamente.
SONETO CXXXIV
No hallo la paz
ni puedo hacer la guerra;
temo y espero;
soy hielo y regazo;
y vuelo sobre el
cielo y yazgo en tierra;
a nadie estrecho
y al planeta abrazo.
Esta prisión no
se abre ni se cierra,
ni me retiene ni
me suelta el lazo;
es Amor que no
mata, pero encierra,
me quiere muerto
y no me da el zarpazo.
Sin lengua alzo
la voz, sin ojos veo;
y me quiero
morir y pido aliento;
a otros amo y yo
me siento odiado.
Entre risa y
dolor, llorar deseo;
y muerte y vida
por igual lamento:
Soy para ti,
Mujer, en este estado.
EN LA MUERTE DE LAURA - SONETO
CCXCII
Sus ojos que canté amorosamente,
y su cara, sus brazos, pies y manos,
que de mí mismo tanto me alejaron,
y me hicieron distinto de la gente;
sus blondos rizos de oro reluciente
y de su risa angelical el brillo,
que hicieron de la tierra un paraíso,
apenas polvo son, que nada siente.
¡Y sin embargo vivo! Abandonado
y sin aquella luz que amaba tanto,
soy en tormenta barco destrozado.
Aquí termine mi amoroso canto:
la vena del ingenio se ha secado
y mi cítara está bañada en llanto.
EN LA MUERTE DE LAURA - SONETO CCCLXV
Llorando voy el tiempo que he perdido
en los vanos amores de este suelo,
en vez de abrir las alas y alzar vuelo
y que quede mi ejemplo en el olvido.
Tú que has visto lo indigno que he vivido,
inmortal e invisible Rey del cielo,
socorre mi alma frágil y el consuelo
de tu gracia perdone lo que he sido:
Que, si he vivido en tempestad y guerra,
muera en puerto y en paz; y a vana andanza
al menos sea virtud dejar la tierra.
Este vivir hacia el umbral avanza
y en el morir a tu Poder se aferra:
Tú sabes bien que no hay otra esperanza.
CITAS
- Cinco grandes
enemigos de la humanidad están dentro de nosotros mismos: la avaricia, la
ambición, la envidia, la ira y el orgullo. Si nos despojamos de ellos,
gozaremos de la más completa paz.
- El anciano ama
lo práctico, mientras que la juventud impetuosa solo anhela lo deslumbrante.
- Rara vez viven
juntas la gran belleza y la gran virtud.
- Aunque soy un
cuerpo de esta tierra, mi firme deseo nace de las estrellas.
- La muerte es
un sueño que termina nuestro sueño. Oh, que se nos permita despertarnos antes
de que la muerte nos despierte.